Los martes es el día que abrimos también por la tarde, de cuatro a siete. Antes éramos cinco personas en la oficina, se jubilaron dos y ahora somos tres. No han repuesto los puestos de quienes se jubilaron, así que hace mucho mucho tiempo que no almorzamos y que, sea creíble o no, trabajamos más horas de las que nos obliga nuestro deber. El pasado viernes hubiera cumplido el horario trabajando cuatro horas y cuarenta minutos. Salí de la Agencia a las tres y veinte de la tarde.
Hoy he salido a las siete y media literalmente agotado. No me quejo. Quienes trabajan atendiendo al público en una oficina de información saben el esfuerzo mental y emocional que supone, aunque no me quejo, me gusta mucho mi trabajo. Soy consciente de que me ha hecho mejor persona, he aprendido de los seres humanos que he atendido cada día, cada uno de ellos distinto, único, irrepetible, me ha hecho un trabajador de una paciencia casi infinita y, sobre todo, me he conmovido y he comprendido que a los verdaderos héroes y heroínas el pelo les huele a fritura de restaurante y sus manos tienen callos y a veces restos del yeso o la pintura con la que sus hijos han estudiado, o no, una ingeniería en Barcelona o un grado de Formación Profesional en Huesca.
Volviendo a casa me he cruzado con un pequeño grupo de marroquíes y me han saludado con una sonrisa: "¡Hola, Jesús!". Conocía el nombre propio de tres de ellos. Les he saludado y he seguido mi camino junto al río.
martes, 8 de enero de 2019
Ocho de enero
Anotado por Jesús Miramón a las 21:28 | 2019 , Diario , Vida laboral
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3 comentarios:
Quéjate con todas las de la ley, Jesús. Pese a todo el amor que pones en tu trabajo, es el tipo de servicios al que la gente no quiere ir, porque la atención al público es durísima y agotadora, todo el mundo lo sabe. En cambio hay multitud de puestos que se los podrían ahorrar, porque no generan más que perdices mareándose. Además, no sé a qué esperan para lo del relevo generacional.
Llevas más razón que un santo. Te quejas con toda la razón. ¡Sólo faltaba!
No sé, Marisa, tal vez en el futuro a los ciudadanos nos atienda una máquina, una especie de cajero automático, algo así. Pensando en esta posibilidad yo me siento el último mohicano. Corro a través del bosque.
Sencillo y conmovedor.
Me hace pensar en el acordeonista rumano en la entrada a la playa de Castricum aan Zee, que me reconoce desde lejos, sonríe levemente cuando me paro delante de él y en vez de seguir tocando más o menos rutinario se entrega y toca de maravilla.
Un abrazo
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